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aaa - David_nomenor - 13-01-2025
[size=1]Infancia.[/size]
En un pequeño pueblo perdido entre montañas y sombras, nació un niño al que el destino pronto le otorgaría un nombre que resonaría como un eco de temor: El Sicokario. Pero antes de convertirse en leyenda, fue simplemente Iker, un niño de ojos inquietos y manos pequeñas, que buscaba respuestas en un mundo que parecía no tenerlas.Iker creció en la casa más humilde de su aldea, una cabaña de madera cuyo techo goteaba cada vez que llovía. Su madre, una mujer de rostro endurecido por los años y el trabajo, hacía lo posible por mantenerlo alimentado y protegido, mientras que su padre, un hombre ausente y borracho, solo aparecía cuando necesitaba dinero o una cama donde desplomarse. Desde muy joven, Iker entendió que las promesas del amor familiar podían ser tan frágiles como el cristal. El refugio de Iker era el bosque. Allí, entre árboles centenarios y el murmullo del río, encontró un alivio para las tensiones de su hogar. Pasaba horas observando a los animales y dibujando en la tierra con ramas secas, imaginando un mundo distinto, donde las reglas del más fuerte no aplastaran al débil. Sin embargo, aquel remanso de paz escondía también sus propias amenazas. Una tarde, mientras exploraba más lejos de lo habitual, Iker tropezó con algo que cambiaría su vida para siempre: una trampa oxidada, colocada para atrapar lobos. Dentro, un animal agonizaba. Sus ojos, llenos de dolor, lo miraron fijamente, como si le pidieran ayuda. Iker intentó liberar al lobo, pero no tenía la fuerza suficiente. Esa noche, lloró por primera vez en mucho tiempo, sintiéndose impotente y culpable. Al día siguiente, cuando volvió al lugar, encontró al lobo muerto. Fue entonces cuando algo dentro de él se rompió definitivamente. Los años que siguieron no fueron más amables. A medida que crecía, el pueblo comenzó a señalarlo como "el raro", el chico que hablaba poco y siempre parecía perdido en sus pensamientos. Algunos adultos murmuraban que había algo "malo" en él, una oscuridad que ni siquiera entendían. Pero lo que no sabían era que esa oscuridad no había nacido con él; se la habían sembrado, día tras día, a punta de desprecio, soledad y violencia. Cuando cumplió quince años, Iker desapareció del pueblo. Algunos decían que se había unido a un grupo de contrabandistas que operaban en las montañas; otros, que simplemente había muerto en el bosque. La verdad, sin embargo, era más inquietante: Iker había encontrado a alguien que le ofreció una nueva vida, una donde no sería la presa, sino el cazador. Fue en ese momento que dejó de ser Iker para convertirse en algo más. [size=1]Adolescencia.[/size]
A los 15 años, Iker había dejado atrás su vida en el pequeño pueblo donde nació, cargando solo con la ropa que llevaba puesta y una mochila llena de rabia y desilusión. Su partida no fue planificada, sino una reacción visceral a un mundo que parecía decidido a aplastarlo. Sin rumbo fijo, llegó a las periferias de una ciudad gris, donde las luces de neón iluminaban calles llenas de sombras humanas y promesas vacías.Fue allí donde conoció a La Manada, un grupo de jóvenes que vivían al margen de la ley, uniendo sus destinos en una mezcla de sobrevivencia y caos. Eran chicos como él, hijos de hogares rotos, con miradas desafiantes y manos que no conocían descanso. Ellos lo bautizaron con un apodo que resonaba con una mezcla de respeto y burla: El Sicokario. El nombre surgió una noche, después de que Iker, con una calma inquietante, enfrentara a un hombre armado que los había acorralado en un callejón. No lo mató, pero lo dejó inconsciente con una brutalidad que nadie esperaba de alguien tan joven. La vida en La Manada era un vaivén constante entre el placer momentáneo y la desesperación profunda. Las drogas llegaron pronto. Al principio, solo eran una forma de escapar: un cigarro de marihuana compartido entre risas, una línea de cocaína para olvidar el hambre. Pero rápidamente se convirtieron en un hábito, una necesidad que lo mantenía despierto por las noches y lo hacía soñar durante el día. Iker, que alguna vez había buscado refugio en el bosque, ahora encontraba su paz en las nubes de humo y las pulsaciones eléctricas de su corazón acelerado. A los pocos meses de unirse a La Manada, Iker sostuvo su primera pistola. Era un revólver viejo, con el gatillo duro y el tambor oxidado, pero en sus manos se sentía como un símbolo de poder. “Ahora nadie te jode”, le dijo El Pollo, el líder del grupo, mientras le enseñaba cómo cargarla. Iker no dijo nada, pero en su interior sintió una mezcla de miedo y emoción. Esa noche, el arma lo acompañó bajo su almohada, dándole una seguridad falsa pero adictiva. El primer robo fue un desastre. El plan era simple: entrar a una licorería en un barrio desolado, intimidar al dueño y llevarse la caja registradora. Pero las cosas se torcieron rápidamente cuando el hombre intentó resistirse. Iker, en un impulso de supervivencia, le golpeó con la culata del arma. El sonido del impacto resonó en su mente mucho después de que escaparan con apenas unos billetes y un par de botellas de alcohol barato. Esa noche, mientras sus compañeros celebraban, él permaneció en silencio, enfrentándose a una culpa que pronto aprendería a silenciar. Con el tiempo, los robos se volvieron más frecuentes y mejor planeados. Iker dejó de sentir remordimiento; las víctimas eran solo obstáculos en su camino. Las drogas ya no eran solo un escape, sino una herramienta para mantenerlo despierto y alerta. La violencia, que al principio le costaba justificar, se convirtió en un idioma que hablaba con fluidez. En poco tiempo, El Sicokario dejó de ser un apodo y se transformó en una identidad. Sin embargo, esa vida de excesos y caos tenía un costo. Iker perdió amigos en tiroteos y sobredosis. Las risas de La Manada se convirtieron en gritos de desesperación y traición. Pero él permanecía firme, endurecido por una adolescencia que lo moldeaba a golpes, empujándolo cada vez más lejos de la inocencia que alguna vez tuvo. A los 17 años, ya no era el chico que ![]() [size=1]Adultez.[/size]
A los 18 años, Iker ya no era un simple muchacho perdido en las calles; era El Sicokario, un nombre que corría como un susurro entre las sombras. Para ese entonces, había dejado atrás a La Manada, el grupo que alguna vez lo adoptó, y había formado su propia ganga: Los Cuervos Negros. No era solo un líder, era un estratega, un manipulador y un hombre que inspiraba tanto lealtad como miedo.Los Cuervos Negros comenzaron pequeños, robando mercancías y vendiendo drogas en los barrios bajos de la ciudad. Pero lo que los diferenciaba de las demás bandas era la precisión con la que operaban. Bajo el mando de Iker, cada golpe estaba planeado al detalle. Los objetivos eran claros, y las traiciones no se perdonaban. Sus reglas eran simples: lealtad absoluta, discreción y eficacia. Los que fallaban no recibían una segunda oportunidad. En pocos meses, la banda había crecido exponencialmente. No solo reclutaba a los más hábiles, sino que absorbía o destruía a las pandillas rivales. En el mundo del crimen, El Sicokario no buscaba amigos, solo aliados temporales. El verdadero cambio llegó cuando El Sicokario se dio cuenta de que el poder no estaba en las esquinas de los barrios, sino en las rutas. Fue entonces cuando comenzó a involucrarse en el contrabando. Al principio, solo movían armas y pequeñas cantidades de droga a través de las fronteras. Pero Iker tenía visión. Expandió sus operaciones, estableciendo contactos con carteles más grandes y corrompiendo a oficiales fronterizos y policías locales. En menos de un año, Los Cuervos Negros se convirtieron en una pieza clave en el flujo de mercancías ilícitas de la región. Cocaína, heroína, armas y hasta bienes robados pasaban por sus manos. Los convoyes que organizaban eran tan bien ejecutados que las autoridades rara vez lograban interceptarlos. El éxito trajo consigo enemigos más grandes. Otros capos, envidiosos del ascenso meteórico de El Sicokario, comenzaron a moverse en su contra. Los intentos de emboscadas y traiciones se volvieron constantes. Pero Iker, que había crecido desconfiando de todo y de todos, estaba preparado. Cada intento fallido de matarlo terminaba con una represalia brutal: casas quemadas, líderes ejecutados públicamente, y un mensaje claro para cualquiera que pensara desafiarlo. Para los 19 años, El Sicokario ya no era solo un nombre en los barrios bajos; era el hombre más buscado por las autoridades locales. Su rostro aparecía en carteles de "Se busca", acompañado de recompensas millonarias. Pero Iker no era fácil de encontrar. Cambiaba de ubicación constantemente, se rodeaba de hombres leales y manejaba sus operaciones desde la sombra. La policía y los militares intentaron atraparlo en varias ocasiones, pero sus informantes dentro del sistema siempre lo alertaban con tiempo. Incluso, se rumoreaba que algunos altos mandos recibían sobornos para mirar hacia otro lado. Aunque vivía rodeado de lujos –mansiones, autos deportivos y fiestas interminables–, la paranoia nunca lo abandonó. Había aprendido que el poder atraía tanto a aliados como a traidores. Por eso, nunca bajaba la guardia. Dormía con un arma bajo la almohada y rara vez confiaba plenamente en alguien. Incluso entre Los Cuervos Negros, nadie estaba completamente seguro de su favor. El Sicokario no solo era temido por su brutalidad, sino respetado por su inteligencia. Sabía cómo manejar a las personas, cómo negociar cuando era necesario y cómo hacer que sus enemigos se destruyeran entre ellos. Su red de contrabando se expandió a tal punto que operaba no solo en su país, sino en varios territorios vecinos. El Sicokario ya no era solo un hombre. Era un mito. En los barrios pobres, algunos lo veían como un Robin Hood moderno, ya que ocasionalmente repartía comida y dinero entre los más necesitados. Pero para los que conocían la verdad, era un depredador, un hombre que había sacrificado su humanidad en nombre del poder. [size=1]Estilo de Vida[/size]
[size=1]¿Por que lo eligió?[/size]
La vida de El Sicokario estaba marcada por una combinación de excesos, violencia y una profunda necesidad de controlar su entorno. Su estilo de vida no fue simplemente una elección impulsiva; fue el resultado de las circunstancias brutales que moldearon su carácter y de un deseo irrefrenable de escapar de la vulnerabilidad que lo había perseguido desde niño. Poder y control Desde muy joven, Iker, conocido como El Sicokario, aprendió que en un mundo donde los débiles eran presas fáciles, el poder era la única moneda de valor. En su adolescencia, experimentó la impotencia de no poder cambiar su entorno, y al alcanzar la adultez, juró que nunca más estaría en esa posición. Su estilo de vida reflejaba esa necesidad de control: todo en su entorno, desde sus operaciones hasta las personas que lo rodeaban, debía responder a su voluntad.
El lujo como símbolo de éxito A pesar de haber nacido en la pobreza, El Sicokario nunca buscó simplemente riqueza; buscaba lo que la riqueza representaba: estatus, respeto y la capacidad de dejar atrás su pasado humilde.
Paranoia constante El éxito en el mundo del crimen viene con un precio: la pérdida de la tranquilidad. Su vida de lujos estaba acompañada por una constante sensación de peligro.
Un hombre de excesos El Sicokario vivía al límite en todos los aspectos:
[size=1]Infancia.[/size]
En un pequeño pueblo perdido entre montañas y sombras, nació un niño al que el destino pronto le otorgaría un nombre que resonaría como un eco de temor: El Sicokario. Pero antes de convertirse en leyenda, fue simplemente Iker, un niño de ojos inquietos y manos pequeñas, que buscaba respuestas en un mundo que parecía no tenerlas.Iker creció en la casa más humilde de su aldea, una cabaña de madera cuyo techo goteaba cada vez que llovía. Su madre, una mujer de rostro endurecido por los años y el trabajo, hacía lo posible por mantenerlo alimentado y protegido, mientras que su padre, un hombre ausente y borracho, solo aparecía cuando necesitaba dinero o una cama donde desplomarse. Desde muy joven, Iker entendió que las promesas del amor familiar podían ser tan frágiles como el cristal. El refugio de Iker era el bosque. Allí, entre árboles centenarios y el murmullo del río, encontró un alivio para las tensiones de su hogar. Pasaba horas observando a los animales y dibujando en la tierra con ramas secas, imaginando un mundo distinto, donde las reglas del más fuerte no aplastaran al débil. Sin embargo, aquel remanso de paz escondía también sus propias amenazas. Una tarde, mientras exploraba más lejos de lo habitual, Iker tropezó con algo que cambiaría su vida para siempre: una trampa oxidada, colocada para atrapar lobos. Dentro, un animal agonizaba. Sus ojos, llenos de dolor, lo miraron fijamente, como si le pidieran ayuda. Iker intentó liberar al lobo, pero no tenía la fuerza suficiente. Esa noche, lloró por primera vez en mucho tiempo, sintiéndose impotente y culpable. Al día siguiente, cuando volvió al lugar, encontró al lobo muerto. Fue entonces cuando algo dentro de él se rompió definitivamente. Los años que siguieron no fueron más amables. A medida que crecía, el pueblo comenzó a señalarlo como "el raro", el chico que hablaba poco y siempre parecía perdido en sus pensamientos. Algunos adultos murmuraban que había algo "malo" en él, una oscuridad que ni siquiera entendían. Pero lo que no sabían era que esa oscuridad no había nacido con él; se la habían sembrado, día tras día, a punta de desprecio, soledad y violencia. Cuando cumplió quince años, Iker desapareció del pueblo. Algunos decían que se había unido a un grupo de contrabandistas que operaban en las montañas; otros, que simplemente había muerto en el bosque. La verdad, sin embargo, era más inquietante: Iker había encontrado a alguien que le ofreció una nueva vida, una donde no sería la presa, sino el cazador. Fue en ese momento que dejó de ser Iker para convertirse en algo más. [size=1]Adolescencia.[/size]
A los 15 años, Iker había dejado atrás su vida en el pequeño pueblo donde nació, cargando solo con la ropa que llevaba puesta y una mochila llena de rabia y desilusión. Su partida no fue planificada, sino una reacción visceral a un mundo que parecía decidido a aplastarlo. Sin rumbo fijo, llegó a las periferias de una ciudad gris, donde las luces de neón iluminaban calles llenas de sombras humanas y promesas vacías.Fue allí donde conoció a La Manada, un grupo de jóvenes que vivían al margen de la ley, uniendo sus destinos en una mezcla de sobrevivencia y caos. Eran chicos como él, hijos de hogares rotos, con miradas desafiantes y manos que no conocían descanso. Ellos lo bautizaron con un apodo que resonaba con una mezcla de respeto y burla: El Sicokario. El nombre surgió una noche, después de que Iker, con una calma inquietante, enfrentara a un hombre armado que los había acorralado en un callejón. No lo mató, pero lo dejó inconsciente con una brutalidad que nadie esperaba de alguien tan joven. La vida en La Manada era un vaivén constante entre el placer momentáneo y la desesperación profunda. Las drogas llegaron pronto. Al principio, solo eran una forma de escapar: un cigarro de marihuana compartido entre risas, una línea de cocaína para olvidar el hambre. Pero rápidamente se convirtieron en un hábito, una necesidad que lo mantenía despierto por las noches y lo hacía soñar durante el día. Iker, que alguna vez había buscado refugio en el bosque, ahora encontraba su paz en las nubes de humo y las pulsaciones eléctricas de su corazón acelerado. A los pocos meses de unirse a La Manada, Iker sostuvo su primera pistola. Era un revólver viejo, con el gatillo duro y el tambor oxidado, pero en sus manos se sentía como un símbolo de poder. “Ahora nadie te jode”, le dijo El Pollo, el líder del grupo, mientras le enseñaba cómo cargarla. Iker no dijo nada, pero en su interior sintió una mezcla de miedo y emoción. Esa noche, el arma lo acompañó bajo su almohada, dándole una seguridad falsa pero adictiva. El primer robo fue un desastre. El plan era simple: entrar a una licorería en un barrio desolado, intimidar al dueño y llevarse la caja registradora. Pero las cosas se torcieron rápidamente cuando el hombre intentó resistirse. Iker, en un impulso de supervivencia, le golpeó con la culata del arma. El sonido del impacto resonó en su mente mucho después de que escaparan con apenas unos billetes y un par de botellas de alcohol barato. Esa noche, mientras sus compañeros celebraban, él permaneció en silencio, enfrentándose a una culpa que pronto aprendería a silenciar. Con el tiempo, los robos se volvieron más frecuentes y mejor planeados. Iker dejó de sentir remordimiento; las víctimas eran solo obstáculos en su camino. Las drogas ya no eran solo un escape, sino una herramienta para mantenerlo despierto y alerta. La violencia, que al principio le costaba justificar, se convirtió en un idioma que hablaba con fluidez. En poco tiempo, El Sicokario dejó de ser un apodo y se transformó en una identidad. Sin embargo, esa vida de excesos y caos tenía un costo. Iker perdió amigos en tiroteos y sobredosis. Las risas de La Manada se convirtieron en gritos de desesperación y traición. Pero él permanecía firme, endurecido por una adolescencia que lo moldeaba a golpes, empujándolo cada vez más lejos de la inocencia que alguna vez tuvo. A los 17 años, ya no era el chico que ![]() [size=1]Adultez.[/size]
A los 18 años, Iker ya no era un simple muchacho perdido en las calles; era El Sicokario, un nombre que corría como un susurro entre las sombras. Para ese entonces, había dejado atrás a La Manada, el grupo que alguna vez lo adoptó, y había formado su propia ganga: Los Cuervos Negros. No era solo un líder, era un estratega, un manipulador y un hombre que inspiraba tanto lealtad como miedo.Los Cuervos Negros comenzaron pequeños, robando mercancías y vendiendo drogas en los barrios bajos de la ciudad. Pero lo que los diferenciaba de las demás bandas era la precisión con la que operaban. Bajo el mando de Iker, cada golpe estaba planeado al detalle. Los objetivos eran claros, y las traiciones no se perdonaban. Sus reglas eran simples: lealtad absoluta, discreción y eficacia. Los que fallaban no recibían una segunda oportunidad. En pocos meses, la banda había crecido exponencialmente. No solo reclutaba a los más hábiles, sino que absorbía o destruía a las pandillas rivales. En el mundo del crimen, El Sicokario no buscaba amigos, solo aliados temporales. El verdadero cambio llegó cuando El Sicokario se dio cuenta de que el poder no estaba en las esquinas de los barrios, sino en las rutas. Fue entonces cuando comenzó a involucrarse en el contrabando. Al principio, solo movían armas y pequeñas cantidades de droga a través de las fronteras. Pero Iker tenía visión. Expandió sus operaciones, estableciendo contactos con carteles más grandes y corrompiendo a oficiales fronterizos y policías locales. En menos de un año, Los Cuervos Negros se convirtieron en una pieza clave en el flujo de mercancías ilícitas de la región. Cocaína, heroína, armas y hasta bienes robados pasaban por sus manos. Los convoyes que organizaban eran tan bien ejecutados que las autoridades rara vez lograban interceptarlos. El éxito trajo consigo enemigos más grandes. Otros capos, envidiosos del ascenso meteórico de El Sicokario, comenzaron a moverse en su contra. Los intentos de emboscadas y traiciones se volvieron constantes. Pero Iker, que había crecido desconfiando de todo y de todos, estaba preparado. Cada intento fallido de matarlo terminaba con una represalia brutal: casas quemadas, líderes ejecutados públicamente, y un mensaje claro para cualquiera que pensara desafiarlo. Para los 19 años, El Sicokario ya no era solo un nombre en los barrios bajos; era el hombre más buscado por las autoridades locales. Su rostro aparecía en carteles de "Se busca", acompañado de recompensas millonarias. Pero Iker no era fácil de encontrar. Cambiaba de ubicación constantemente, se rodeaba de hombres leales y manejaba sus operaciones desde la sombra. La policía y los militares intentaron atraparlo en varias ocasiones, pero sus informantes dentro del sistema siempre lo alertaban con tiempo. Incluso, se rumoreaba que algunos altos mandos recibían sobornos para mirar hacia otro lado. Aunque vivía rodeado de lujos –mansiones, autos deportivos y fiestas interminables–, la paranoia nunca lo abandonó. Había aprendido que el poder atraía tanto a aliados como a traidores. Por eso, nunca bajaba la guardia. Dormía con un arma bajo la almohada y rara vez confiaba plenamente en alguien. Incluso entre Los Cuervos Negros, nadie estaba completamente seguro de su favor. El Sicokario no solo era temido por su brutalidad, sino respetado por su inteligencia. Sabía cómo manejar a las personas, cómo negociar cuando era necesario y cómo hacer que sus enemigos se destruyeran entre ellos. Su red de contrabando se expandió a tal punto que operaba no solo en su país, sino en varios territorios vecinos. El Sicokario ya no era solo un hombre. Era un mito. En los barrios pobres, algunos lo veían como un Robin Hood moderno, ya que ocasionalmente repartía comida y dinero entre los más necesitados. Pero para los que conocían la verdad, era un depredador, un hombre que había sacrificado su humanidad en nombre del poder. [size=1]Estilo de Vida[/size]
[size=1]¿Por que lo eligió?[/size]
La vida de El Sicokario estaba marcada por una combinación de excesos, violencia y una profunda necesidad de controlar su entorno. Su estilo de vida no fue simplemente una elección impulsiva; fue el resultado de las circunstancias brutales que moldearon su carácter y de un deseo irrefrenable de escapar de la vulnerabilidad que lo había perseguido desde niño. Poder y control Desde muy joven, Iker, conocido como El Sicokario, aprendió que en un mundo donde los débiles eran presas fáciles, el poder era la única moneda de valor. En su adolescencia, experimentó la impotencia de no poder cambiar su entorno, y al alcanzar la adultez, juró que nunca más estaría en esa posición. Su estilo de vida reflejaba esa necesidad de control: todo en su entorno, desde sus operaciones hasta las personas que lo rodeaban, debía responder a su voluntad.
El lujo como símbolo de éxito A pesar de haber nacido en la pobreza, El Sicokario nunca buscó simplemente riqueza; buscaba lo que la riqueza representaba: estatus, respeto y la capacidad de dejar atrás su pasado humilde.
Paranoia constante El éxito en el mundo del crimen viene con un precio: la pérdida de la tranquilidad. Su vida de lujos estaba acompañada por una constante sensación de peligro.
Un hombre de excesos El Sicokario vivía al límite en todos los aspectos:
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RE: aaa - Gianluca - 13-01-2025 que subís david down RE: aaa - Moree - 14-01-2025 Imposible leer, Por favor re sube tu Ficha y que un ser humano pueda leer lo escrito Muevo a Rechazados |